Barack
Obama ganó sus primeras elecciones presidenciales por muchos motivos:
principalmente políticos y sociales. Pero también por su imagen. En
Estados Unidos cuenta, y mucho: JFK afeitado y moreno ante un Nixon
hirsuto y demacrado en su famosa confrontación televisiva, Ronald
Reagan vendiendo su patriotismo en los ochenta en un país hambriento de
autoafirmación… Hasta en la serie El ala oeste de la Casa Blanca se
incidía en lo necesario de poseer “una voz presidencial”. Obama recibió
el apoyo de Shepard Fairey, más conocido en el arte callejero como
OBEY, que de motu propio creó el icónico póster en rojo, blanco y azul
–colores de la bandera estadounidense- en el que el entonces candidato
demócrata mira como el Che Guevara en la foto de Korda y debajo puede
leerse ‘Hope’ (Esperanza). “Había gente que creía que Obama no tenía
altura presidencial, y yo sabía cómo contrarrestarlo visualmente”,
recuerda Fairey (Charleston, Carolina del Sur, 1970). “Era un outsider,
aun siendo senador, alguien que podía parecer al estadounidense común
poco presidencial”. Imprimió 300.000 pegatinas y medio millón de
pósteres, y el resto… el resto puede leerse en los libros de historia.
“¿Pensaba en ese momento que iba a tener tamaño impacto? No. ¿Me
sorprendió la repercusión? Tampoco. Sabía de la potencia de mi obra”.
Aquel
retrato acabó colgado en la colección permanente de la National
Portrait Gallery, del museo Smithsonian de Washington D. C. No forma
parte de la antológica que ayer inauguró el artista urbano en el Centro
de Arte Contemporáneo de Málaga, donde pueden verse 300 de sus obras.
Pero en uno de los muros puede verse el primer tratamiento que hizo de
aquella foto de Associated Press que en sus manos se convirtió en un
arma de elección masiva. Alrededor, todo tipo de mitos e iconos del
siglo XX y XXI: el subcomandante Marcos, Deborah Harry, Joe Strummer,
Dolores del Río, Patti Smith, Ai Weiwei, Angela Davis, Aung San Suu
Kyi, Bob Marley, Basquiat… Serigrafías, carteles, un par de curiosos
trofeos metálicos. Cartelismo soviético y chino; Warhol, Jasper Johns y
rock psicodélico. Lemas a favor de la libertad de expresión, de la paz,
la libertad, contra todo tipo de dictaduras, tanto gubernamentales como
económicas. Rojo, negro, blanco. “Son los colores más potentes para la
propaganda y la publicidad”, explica su autor, que ha sabido
reconvertirse de aquel chaval que empapeló medio mundo hace 25 años con
sus pegatinas con el rostro del luchador André el Gigante (famoso en el
cine por La princesa prometida) en uno de los artistas más influyentes
de la actualidad.
Fairey es un creador polémico. Maestro de la autopromoción y del
marketing de guerrilla. Siempre ha jugado en muchos campos: desde la
publicidad y los museos hasta el grafiti urbano.
Sus
seguidores más radicales aplauden que aún siga en busca y captura en
Detroit (“el caso aún está en los tribunales, no puedo hablar de ello”)
por vandalismo callejero, aunque muestran su decepción por sus campañas
de diseño gráfico para grandes corporaciones. “Sí, creo en la
propaganda. Pero no en la que acalla y manipula a la gente, sino en la
que empuja a abrir debates, en la que llama la atención sobre los
problemas de hoy”. Se siente muy estadounidense: “En mi país se puede
hablar libremente y nadie me va a perseguir por mis ideas y opiniones.
Pero a la vez me preocupa la situación económica actual, los problemas
acuciantes de pobreza, y la reiterada negación del cambio climático”.
Por eso se planteó aquel cartel de Obama. “Estaba harto de la guerra de
Irak, de Bush, quería alguien que se preocupara de la ecología, de una
economía verde”. ¿Se siente decepcionado? “Sí y no. Lucha contra un
sistema poderoso, contra la maquinaria republicana… Ha conseguido
cosas, ha hablado de valores. Sin embargo, tenía que haber dado más
pasos. Luchado por ir más lejos. Ahora, en el trato personal debo decir
que es tipo muy cercano”.
Shepard Fairey vive en Los Ángeles. “Es una gran ciudad. Repleta de
arte, de posibilidades”. También un hervidero cultural. “Lo mejor de
Los Ángeles es que conoces gente de todos los sitios del mundo. Se
cruzan las culturas, las posibilidades artísticas, aparece gente nueva
e interesante”. Allí tiene asentada su base, aunque Fairey fue uno de
los primeros artistas en tener sitio web propio. “Creo firmemente en el
acceso público, en expandir mi obra”.
Para Fairey, que luce imagen juvenil de skater que a la vez es
consciente de que peina canas, el arte urbano “es el que se hace en la
calle, y allí debe estar, sea legal o no”. Lo que muestra en los museos
es otra cosa”. “Yo me considero multidisciplinar. La diferencia entre
el arte comercial y las bellas artes no es el estilo, sino la
intención. Yo empecé haciendo camisetas, diseñando portadas de discos y
aún me gusta crear diseños para tablas de skate”. ¿Y qué le satisface
más? “Los grandes murales”. Uno de ellos, Paz y libertad, lo colgó en
una fachada en Málaga, enfrente del CAC, en 2013. “Supongo que veo a la
gente admirándolo y me halaga. Además, el ser humano es tan pequeño
junto a esos murales…”. En esta ciudad está cómodo. “Aquí nació
Picasso. Me gusta su mezcla de calle y de aprecio al arte. Y mi mujer y
mis hijas están ahora en la playa… Me encanta viajar”. De sus
correligionarios, admira a Banksy. “Sabe contar ideas muy complejas con
imágenes sencillas, No hay nadie como él para acertar en las
localizaciones para poner sus obras. Es muy muy listo”.
¿El arte cambia al entrar los museos? “No, si se mantiene el
compromiso”. Por eso sigue con sus campañas de apoyo a los indios
estadounidenses. “La gente no quiere ver los problemas de los nativos
norteamericanos en sus reservas. Yo desarrollo campañas y a la vez
recaudo dinero para ellos. Algunos de esos nativos me miran mal y me
dicen que no se fían de mí, que qué hace allí un blanco. Ahí está el
problema; en mirar la piel en vez de darnos cuenta de que todos somos
seres humanos”.
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