Por fin alguien se ha atrevido a hablar claro sin miedo a ser
políticamente incorrecto o a pasar por “antiguo”. Hace apenas unos
días, con motivo de la inauguración de su exposición en una galería
australiana, el conocido y radical director de cine David Lynch
despotricaba contra los males en el mundo del arte y es curioso que,
junto a los recortes culturales en nombre de la austeridad, mencionara
los grafitis. Los grafitis, decía en la entrevista recogida por The
Guardian, "han arruinado el mundo. Vas a filmar una película y tienes
que empezar por pintar las paredes. Fábricas, edificios, estaciones de
tren… todo está grafiteado. En lugar de árboles, hay grafitis".
La verdad es que Lynch tiene razón, en especial porque hoy día la
inmensa mayoría de los grafitis han perdido el encanto. Hace mucho que
entraron al sistema como fórmula de consumo —y sirvan de ejemplo las
superventas en subastas de Banksy—. De hecho, los grafitis están en las
galerías de arte desde los tiempos de Basquiat y Haring, a mediados de
la década de 1980. Hace unos años, sin ir más lejos, en Arco unos
grafiteros “actuaron” a una hora preestablecida en un lugar
preasignado. Ya no era necesario jugarse el pellejo para pintar un
muro, tal y como ocurría con los artistas chicanos en los setenta,
cuando frente al Museo de Los Ángeles protestaban para poder entrar
—Mario Torero es el ejemplo siempre citado—. En aquel Arco, en vez de
pintar un muro en la calle, se pintaba una pared en una feria. Pero
¿era eso grafiti? ¿Lo sigue siendo aún después de décadas de
reconocimiento en el mercado? Sobre todo, ¿cuándo ha dejado de ser
ilegal y urbano y ha pasado a ser entretenimiento chic para
consumidores? Han pasado muchas cosas desde aquella época legendaria en la cual los
chicos neoyorquinos se jugaban la vida pintando los vagones del metro,
a pesar de que ahora, recorriendo São Paulo desde fuera, desde las
autopistas que tratan de paliar el tráfico, se vean siglas y pintadas
en las partes más altas de los rascacielos y las casas —una de las
reglas de oro del grafiti antes de aburguesarse era el riesgo—.
En todo caso, hay algo más importante aún que el aburguesamiento de los
grafitis y por eso me gusta lo claro que habla Lynch: la mayoría son
feos y absurdos. Mi barrio, que es muy tranquilo, de pronto un día se
levantó tapizado por unas siglas que, como dice el director de cine,
obligaron a todo el mundo a limpiar y repintar. Y es que hay grafitis
interesantes como los hay malos —y no me agobio por juzgar este arte
callejero con los parámetros del mercado porque hace tiempo que han
entrado al mercado y al museo por su propio pie—. Aunque igual la culpa no es de los grafitis, sino del entorno, o quizá
la culpa es mía por querer saber a qué atenerme: o es radical o no lo
es. O es ilegal y arriesgado —es la gracia, ¿no?— o es una mera
intervención pictórica sobre un muro con lugar y hora preestablecidos.
Pero, claro, pedir que algo sea radical para siempre tal vez no tiene
sentido ni parece realista. Todo lo radical, incluido lo dadá, acaba
pasando inexorablemente a la historia, a los libros de texto y a las
subastas. Pero si los dadaístas dejaron de ser artistas porque era
absurdo repetir el chiste, ¿tiene sentido que Banksy siga haciendo sus
pintadas —fascinantes— para que acaben deglutidas por el mercado? Tengo
mis dudas, como Lynch. Sólo espero que decirlo no me coloque la
etiqueta de “antigua”. Qué dilema.
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