Con la ordenanza de civismo de 2006 se esfumaron. Los graffiteros casi
desaparecieron de una ciudad que en los 90 había forjado una cantera de
escritores y en 2000 era referente del arte urbano, Barcelona. Fueron
años de paredes grises, evocan los expertos: los escritores dejaron de
pintar en la ciudad; y los que lo hacían, perseguidos, tenían que
hacerlo tan rápido que la calidad de los murales cayó en picado.
También se perdieron murales de gran valor. El mismísimo Banksy había
pintado aquí. Pero la tolerancia cero y la criminalización tuvieron
respuesta por parte de los propios autores de graffitis. El colectivo
Difusor fue uno de ellos. Llevan años trabajando para buscar “canales
de intervención”, mediando entre artistas y autoridades, explica Xavi
Ballaz. Porque la actual ordenanza no puede ser más clara: considera
que el graffiti es vandalismo. Los
de Difusor abrieron la Galería Abierta, un proyecto pionero que
permitía a los artistas pintar de forma legal pero desde el anonimato
en el parque de les Aigües.
Y esta semana están celebrando la cuarta edición de la OpenWalls
Conference, un encuentro que proporciona claros síntomas de que hay “un
punto de inflexión”, según Ballaz. El ejemplo más claro fue la sesión
técnica del jueves pasado. Graffiteros y responsables y técnicos
municipales dedicaron un día a revisar la normativa, analizar el
proyecto Transversal del distrito de Sant Martí —convertido en un
laboratorio de arte urbano desde enero en colaboración con entidades
como Rebobinart o Enrotlla’t—, iniciativas de otras ciudades, debatir y
pensar fórmulas y criterios que permitan que los artistas vuelvan a
disponer de murales en Barcelona. Además, el Ayuntamiento ha cedido
paredes para los artistas invitados. En norteamericano Madsteez ha
pintado en la Via Favència y el puertorriqueño Alexis Díaz en Torre
Baró.
Barcelona gasta cada año dos millones de euros en limpiar pintadas. El
director del Instituto Municipal del Paisaje Urbano, Xavier Olivella,
ve la jornada como “la demostración de que estamos abiertos a suavizar
criterios y abrir espacios. Pero controlados, no que pinte todo el
mundo donde quiera”, matiza tras recordar que “Barcelona pasó de no
tener regulación a prohibir”. El director del Instituto Municipal del
Paisaje Urbano recuerda que existe cierto consenso en que el tag —las
firmas— son vandalismo pero que para el resto de expresiones hay que
buscar fórmulas que les den salidas: sean muros completamente libres,
tolerados; espacios efímeros fruto del pacto entre artistas y, por
ejemplo, el propietario de un solar en obras; o espacios autorizados
por el propio ayuntamiento. El responsable municipal recogió además el
guante de los artistas, que reivindicaron un espacio seguro para
pintar, aprender y compartir. Como si fuera un skate park del graffiti,
una fábrica de creación para la que buscarán ubicación. Pero,
por definición, no todo el mundo estará dispuesto a aceptar estas
reglas del juego. “Esto es como intentar cerrar aire en una bolsa de
plástico; el graffiti no se puede domesticar, hay que darle espacio
para que conviva en la ciudad, pero siempre habrá quien vaya por
libre”. Lo dice Ana Manaia, la responsable de espacio público del Espai
Jove Zona Nord, un referente del sector por su trabajo con chavales en
el barrio del Carmel. Las últimas cifras de la Guardia Urbana hablan de
295 multas entre enero y septiembre de este año: son un 25% más que el
año pasado, y la mayoría corresponden a tags, indican fuentes
municipales. El Ayuntamiento gasta cada año dos millones de euros en
limpiar casi medio millón de metros cuadrados de pintadas. Manaia
recuerda el “cierre durísimo de 2006” con anécdotas: “Hacíamos talleres
de muralismo, la palabra graffiti estaba prohibida”. Pero “poco a poco
ha habido cierta tolerancia”. Sobre esta apertura hay consenso. La
directora de investigación del instituto Eticas Research &
Consulting, Gemma Galdón, opina que, en todas partes, “el tiempo ha
evidenciado que es más útil pactar que prohibir y se están buscando
soluciones”.
En el caso de Barcelona, dice Galdón, el Ayuntamiento ha pasado de
criminalizar a apoyar los Urban Games o Murs Lliures, el festival
efímero que se celebró en el perímetro de los antiguos Encants. “El
cambio en el enfoque institucional es clarísimo, aunque no se anuncia,
porque sería reconocer que lo has hecho mal”, considera. Y lamenta que
Barcelona no ha recuperado el terreno que perdió con la ordenanza.
Otra muestra de que algo se mueve está en que grandes equipamientos
públicos están llamando a artistas para que pinten sus fachadas. Estos
días pintarán los muros de la biblioteca Mercè Rodoreda el portugués
Joao Lelo y el artista local Roc Blackblock, el autor del mural de Can
Vies. Este último aplaude la apuesta por el “muralismo contemporáneo”
pero es muy crítico con la ordenanza: “Se enfocó muy mal y lo que se
está haciendo ahora son parches; habría que hacer borrón y cuenta
nueva: convertir el graffiti en un activo de la ciudad, no medidas de
escaparate”.
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