En
Madrid hace tanto ruido que la mirada desconecta, pero las paredes, si
te paras un momento a escuchar, hablan. Están llenas de
palabras, guiños, juegos de colores y perspectivas, humor y
crítica social. Unas veces evidente y bonito, otras feo y
difícil de ver, es el arte de la calle, libertario y
ácrata. Y tienes que darte prisa en ver, porque lo borra el
tiempo, el Ayuntamiento o la falta de respeto. La calle, muy
igualitaria además de cruel, es compartida y muchas veces
disputada por jóvenes recién llegados que ensayan o
copian, se equivocan o aciertan. Siguen las huellas de artistas
consagrados que, a pesar de haber entrado en el circuito del arte,
aún necesitan muros en los que trabajar a hurtadillas,
sintiéndose fuertes, retadores, libres.
En el paisaje del arte urbano local, lo primero que llama la
atención es una casi total ausencia de obras a gran escala,
sólo un par de medianeras de Blu y de SAM3, hechas para la Noche
en Blanco de 2010, cuando en Cartagena o Valencia se cuentan por
decenas. Tabacalera, Campo de la Cebada, el Patio Maravillas y Esto es
una Plaza, todos espacios de iniciativa ciudadana, son otras islas
donde el gran formato emerge en medio de un páramo de
prohibiciones. A ellas se acaba de sumar esta semana un gigante de
1.800 metros cuadrados titulado Evolución. Ocupa una de las
fachadas del pabellón 12 de Ifema, creado por Suso33, Aryz, SAN,
Herbert Baglione, Okuda y Sixe Paredes dentro del festival Mulafest. En
el mismo marco y también permanente, Boa Mistura ha hecho una
intervención en el suelo, una alfombra de geometrías
entre las naves 12 y 14.
Guillermo de la Madrid, autor del blog Escrito en la pared e
ideólogo de Madrid Street Art Proyect, que promueve talleres y
safaris de arte urbano, sostiene que se debe a que “Madrid es
hostil”. “Da mucho que pensar la gran cantidad de amigos a
los que esta ciudad ha echado como El Tono, San, 3ttman”,
añade Suso, para pronunciar, de nuevo, la palabra
“hostil”.
Pero la falta de apoyo, o incluso rechazo, no es solo
institucional.
Remebe, uno de los miembros todavía en activo del grafiti
autóctono de los ochenta, sostiene que entonces se
percibía como “un movimiento bohemio e incluso
romántico, pero al masificarse ya no se ve con tan buenos
ojos”. “Antes, la gente se paraba a preguntar cuando te
veía pintando y te pedían una firma. Ahora lo más
habitual es que llamen a la policía”, se lamenta.
“El grafiti hoy puede salir muy caro”, remacha. Las multas,
tras ser multiplicadas por cinco en 2009, ascienden a 3.000 euros y, en
caso de ser reincidente, 6.000, a las que se añaden el coste de
limpieza.
Sí, ya han pasado 30 años desde que unos cuantos chavales
se convirtieron por vez primera en escritores, “haciéndose
a ellos mismos, sin contacto con el exterior, creando un estilo con
tipografía, filosofía y reglas propias”, relata
Remebe, uno de los apenas media docena de flecheros o miembros del
grafiti autóctono de Madrid que siguen activos.
¿Qué queda de aquello? “El poso, los cimientos de
hoy”. ¿Y qué más? Una firma y un dilema. El
Muelle de la calle Montera como testigo de una época
“rodeada de una inocencia, originalidad y frescura” y la
duda de si el arte urbano, efímero por definición, se
puede (o se debe) conservar.
“Esta firma de Muelle [padre del movimiento y muerto en 1995] es
lo que se denomina un grosor y es el único que queda de ese
tamaño y características en el centro”, explica
Remebe, firme partidario de preservarlo. Amigos y seguidores, junto con
expertos y técnicos, pidieron al Gobierno regional que lo
declarara Bien de Interés Cultural en 2010. La Comunidad no lo
consideró con entidad suficiente pero derivó el asunto al
Ayuntamiento, que le colocó una protección provisional. Y
ahí sigue la malla verde, sin que el Consistorio se decida a dar
ningún paso más.
“No tenemos recursos jurídicos suficientes para protegerlo
porque las competencias son de la Comunidad”, sostiene el
director general de Patrimonio Cultural, que se pregunta, dentro de un
debate abierto en todo el mundo, si trasladarlo a un museo no
sería una traición al espíritu mismo del grafiti.
“No hay ninguna decisión tomada”, concluye, mientras
la plataforma prepara el enésimo acto para salvar al
último Muelle el 30 de junio en el Campo de la Cebada.
En 2012, se abrieron 63 expedientes por sacar el spray en la vía
pública. Además de castigar el arte urbano, Madrid le
pasa el plumero. El año pasado, según los datos
oficiales, se limpiaron 1,3 millones de metros cuadrados a seis euros
cada uno. Sí, un total de 7,8 millones de euros. A diario, un
batallón de 110 personas sale rodillo y agua a presión en
mano para dejar los muros como una patena o, más bien,
parcheados en colores apenas similares a los originales y que al final
provocan el efecto visual del triste payaso pobre, remendado y
deslucido.
Las multas, tras ser multiplicadas por cinco en 2009, ascienden a 3.000
euros y, en caso de ser reincidente, a 6.000, a las que se
añaden el coste de limpieza. En 2012, se abrieron 63
expedientes, cinco al mes. Además de castigar el arte urbano,
Madrid le pasa el plumero. El año pasado, según los datos
oficiales, se limpiaron 1,3 millones de metros cuadrados a seis euros
cada uno. Sí, un total de 5,7 millones. A diario, un
batallón de 110 personas sale rodillo y agua a presión en
mano para dejar los muros como una patena o, más bien,
parcheados en colores apenas similares a los originales y que al final
provocan el efecto visual del triste payaso pobre, remendado y
deslucido.
“¿Hostil? Esa palabra es muy dura, excesiva
quizá”, reacciona incómodo José Francisco
García López, director general de Patrimonio Cultural del
Área de Las Artes del Ayuntamiento, que sostiene que “este
fenómeno necesita ir integrándose en la legalidad”
y que la intención política del PP local es “darle
cauces”. “Entendemos que es un arte y, por tanto, valioso.
El buen grafiti mejora el paisaje y el patrimonio urbano”,
declara, para matizar que, como toda manifestación
artística, “lo hay de mejor y de peor calidad". Levantando
parte del cerrojo impuesto desde hace años al arte urbano,
García López anuncia: “Vamos a abrir espacios de
creación urbana que se incorporen al patrimonio cultural de la
ciudad. Queremos que los buenos artistas urbanos trabajen en Madrid en
un proyecto de activación”.
Para ello, se ha creado una Oficina de Gestión de Muros, que
comenzará a operar “como muy tarde en septiembre”.
“El proyecto, parte del Plan Estratégico de Cultura
municipal de aquí a 2015, ya está aprobado y
desarrollado”. Consiste en “seleccionar a artistas
madrileños y también extranjeros para invitarles a que
intervengan” en paredes legales. Serían, en una primera
fase, “de cinco a diez medianeras o muros de gran impacto visual
situados en espacios que requieran de una rehabilitación y
mejora estética”. La Comisión de Paisaje Urbano,
integrada por técnicos y cargos directivos de Patrimonio, Medio
Ambiente, Urbanismo, Vías y Espacios Públicos, entre
otros departamentos, será quien determine quién,
cómo y dónde a partir de una propuesta de la
Dirección General de Patrimonio.
La lista de candidatos y lugares, que se avecina espinosa y hasta
explosiva, ya está elaborada, aunque el director se reserva los
nombres. Según García López, “se ha contado
con la opinión de colectivos y expertos nacionales e
internacionales” y no responde “a caprichos sino a
criterios objetivos y razonados". “Elegir es crear
agravios”, admite. ¿No resultan contradictorios los
discursos de Las Artes y Medio Ambiente? “No, son perfectamente
coherentes. Al igual que no se puede jugar un partido de fútbol
en plena Castellana, el arte tampoco puede manifestarse en cualquier
sitio que no esté previsto ni establecido”, opina el
director, que añade, por si quedaba alguna duda, que el
régimen de sanciones se mantendrá.
Mientras llega el maná, si llega, el arte urbano que se puede
hacer y que de hecho se hace viene determinado por esta estrechez de
espacios y actitudes. “Las intervenciones son rápidas,
discretas y pequeñas”, explica De la Madrid, que
recomienda recorrer con calma Lavapiés, Malasaña,
Tetuán y Huertas. “La que más pierde en esta guerra
[entre el rodillo que limpia y el spray que mancha] es la ciudad. La
principal razón por la que hacemos feísmo ilustrado es
que, aunque sepamos cómo hacerlo bonito, no nos dejan hacerlo
mejor, no puedes pintar más de cinco o diez minutos sin ponerte
en riesgo”, reflexiona Ruina, artista entre cínico y
tierno que pinta retratos con un seis y un cuatro, corazones
palpitantes y coronas con lemas como Enjoy the crisis o Hey hey hey que
trabaje el Rey.
“Sin espacios donde expresarnos como artistas, con canales
corrompidos o despreciables como ciudadanos y en el umbral de la
pobreza como trabajadores, ¿se pueden hacer grandes, optimistas
y coloridos murales de adorno? La respuesta es no”. A su juicio,
“esta ciudad merece un grafiti feo, agresivo, rápido,
cerrado y contestario, aunque los ciudadanos merezcamos otra
cosa”.
Ruina, que suele operar con Sabek y el dúo Laparesse, se
considera un “provocador, un comunicador y un urbanista de baja
intensidad”. “Construimos la ciudad desde abajo, la hacemos
colaborativa, abierta, viva, la hacemos respirar. ¿Hay algo
más urbano que hacer ruido, molestar, hablar alto y fuerte,
darse codazos?”. Siguiendo este razonamiento, lejos de ser
incívicos, los artistas urbanos serían “ciudadanos
participativos.
Suso33, precursor de un postgrafiti que ha trascendido y desbordado
hacia lo que llama “pintura escénica en
acción”, se ríe de la ficticia dicotomía
ilegal-legal, parodia la imagen del grafitero transgresor con su traje
de superhéroe y se declara cansado de que le pregunten siempre
por el cliché de la clandestinidad mientras se ignoran los
aspectos plásticos y estéticos. También
está hastiado “del circuito del arte”. “Me
hacen propuestas obscenas, me tratan como una puta sofisticada, sin
amor ni respeto, pero en la calle no tengo que darle cuentas a nadie,
me siento libre”, proclama mientras llena la ciudad de ausencias,
“sombras antropomórficas de cuerpos que no
están”, a veces humanos, a veces demonios, a veces
ángeles.
Porque Suso sigue “muy al pie del cañón” y no
entiende por qué “la gente se sorprende” de verle
todavía en la calle, “haciendo cosas de manera
autónoma, independiente y sin permiso”. Es su modo de
decirse que no ha perdido el rumbo. El artista, que llevando el grafiti
a sus últimas consecuencias y para desesperación de los
galeristas usa tinta que se borra, ve el panorama “como una rueda
que da vueltas y que se vuelve a repetir”, mientras garabatea en
una hoja la diferencia entre tags o firmas, grafiti, street art y arte
urbano.
Las aguas tormentosas que van de uno a otro movimiento las surfea con
estilo Neko, que lo mismo hace grafiti a lo bestia arrojando a una
pared litros y litros de pintura con un extintor de agua como que se
apropia de las marquesinas para introducir mensajes subversivos o
neones de color. Es el hijo rebelde de Don Drapper, una marca que no
vende nada, una “esponja” cuya escuela va “desde una
lata de Coca-Cola a un libro de arte”, que no puede dejar de
explorar en busca de “sensaciones y experiencias al
límite” y que necesita “hacer cada día una
cosa”. Para este artista de 29 años de gafas hipster y
cuerpo ultratatuado, todo tiene un nexo. “Es pasión, es
desobediencia, es sin permiso de su propietario, es ejecución
ilegal, pero no como cliché ni en sentido peyorativo sino como
desobediencia civil, no es negativo ni destructivo ni explota ni
hiere”, suelta a borbotones en un discurso veloz y difícil
de seguir.
Mientras para algunos la ilegalidad es la principal motivación,
otros la han abandonado. “Hace años que pinto con
permiso”, declara Dourone, a quien muchos niegan el derecho a ser
llamado artista urbano. Empezó “a hacer letras a los 12
años”, a los 16 se pasó a la ilustración y
ahora, a los 28, hace campañas para marcas y pinta fachadas por
encargo mientras desarrolla su proyecto personal, el Street Museum. El
último de sus cuadros al aire libre es El hombre sin aliento, en
la calle de Valderde. “Quien disfrute haciéndolo
así pues muy bien, pero yo. Mi obra no se puede hacer
rápido”, concluye.
En un punto intermedio se encuentran los vitalistas Boa Mistura, cinco
amigos de Alameda de Osuna —el arquitecto Javier Serrano (Pahg),
el ingeniero Rubén Martín (rDick), el publicista Pablo
Purón (Purone) y los licenciados en Bellas Artes Pablo Ferreiro
(Arkoh) y Juan Jaume (Derko)— que empezaron en la calle a los 13
años y “de la misma manera que todos, vandalismo y
repetición de la firma”. Pero “fueron avanzando
hacia los murales y la relación de la obra con el espacio”
hasta abrir un estudio en 2001. Aunque colaboran con instituciones,
tienen “obras comisionadas” por empresas, dan cursos y les
ceden paredes, siempre vuelven a la calle.
“Nada de ilegales o a escondidas, pintamos sin capuchas y a plena
luz. Hacemos lo que sentimos y somos felices haciéndolo y no
creemos que tengamos que pedir ni permiso ni disculpas”, dice
Javier con contundencia, pero con maneras de gentleman. Lejos de
tenerse por vándalos, y eso que les abrieron expediente
“por intervenir con gris sobre un muro parcheado en gris”,
piensan que, como “artistas urbanos”, tienen una
“responsabilidad con la ciudad”. Rescatan “rincones
olvidados por sus dueños” haciendo el “menor
daño”, nada de ácido en cristal, nunca en el
granito. Conscientes de que se les censura que lo hagan bonito y que
vivan de ello, Javier comenta entre risas que los cinco tienen
“un defecto, pagar el alquiler y comer”. “Dentro del
arte urbano hay quien prefiere tener una doble vida, banquero de
día y artista de noche. Nosotros los somos las 24 horas”.
Pero incluso hay quien no se considera ni artista ni urbano. Es
el caso de Por Favor, que coloca cuadros de laetitias y umas y que ha
inventado una sorprendente tipografía de forma de onda. Tiene 40
años y no empezó de niño, sino hace tres. Al
principio, trasladaba lo que veía a la red, “ya fuera de
un desconocido o de un superfigura”, hasta que acabó por
animarse, explica con mucha sinceridad, sentido común y honradez
desde el Keller, el taller de arte urbano de Tabacalera.
Tomó el nombre de su primer icono, la enfermera que pide
silencio, a la que puso a hacer pompas, empuñar un arma o volar
al espacio. Muy comprometido, no quiere enquistarse en la
crítica. “Para hacer una plantilla a Cospedal tengo que
pasar un mes viéndola. Después, necesito un ola k ase
para salir de la tristeza”, confiesa.
Lo mismo le ocurre a Padu, artista de humor fino y de
inspiración pop que alterna estética, juego y protesta.
Padu es el rey de las intervenciones en señales y cajeros.
Transforma el oso de Caja Madrid en un ladrón de tebeo, con
pistolita y antifaz, al tiempo que aprovecha el rectángulo de
los prohibidos para rendir homenaje a Tiburón o al casete, para
bombardearlos de lunares o para poner al peatón de los pasos de
cebra a bailar el moonwalker. También juega a Pacman con los
semáforos y convierte los cedas en rendidas declaraciones de
amor a Tierno Galván.
Aunque parezca de lo más inocente, modificar señales es
una falta muy grave castigada con multas de 3.000 a 20.000 euros. A
pesar de lo que se juega, Padu sale de día, “llamas menos
la atención”. ¿Por qué unos días toca
jugar y otros ir a por un banco? “Pues depende del estado de
ánimo, hay días que te levantas muy cabreado”,
admite. ¿Pueden unos lunares ser una protesta? Hoy en
día, cambiar algo de color está transformándose en
peligrosa crítica social.
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