Chico elástico
Texto
extraído de un artículo de El País, 1995
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Una tibia noche de otoño, transitando por un pasillo de
la estación de metro de Bilbao, una silueta surgió súbitamente de las sombras y
huyó con rapidez al descubrir mi presencia. Soy bastante miope, no uso gafas, y
todo lo que suceda a más de diez metros de distancia (más aún si el hecho tiene
lugar en la penumbra de un corredor subterráneo) escapa sin remedio a mi
control. Tal vez, mi llegada, me dije, hubiera interrumpido una fechoría de las
feas, con navajas y todo eso; de manera que puse en tensión la musculatura,
respiré hondo y me aproximé a la pared opuesta, por si un desaprensivo pudiera
estar esperándome al final del pasadizo.
Pero no hubo lugar al encontronazo, ya que segundos después, como una
exhalación, dos agentes de seguridad pasaron corriendo a mi lado y se detuvieron
en seco junto a las escaleras de salida. Permanecieron allí un instante,
sacudieron la cabeza y, a continuación , gesticulando con evidente mal humor,
vovieron tras sus pasos fijando la vista en un punto concreto del muro. "Ya verá
ése cuando le pille...",masculló uno de ellos. Parecían indignados, desde luego;
y como sea que todo lo que fastidie a un guardia acostumbra a interesarme a mí,
miré también en la misma dirección y comprendí en el acto la jugada: la silueta
que poco antes me había sobresaltado pertenecía a Juan Carlos Argüello, alias
Muelle, y lo que había motivado la carrera y el enfado de los
vigilantes no era sino una de sus rúbricas, todavía fresca y sin terminar,
emplazada a media altura de la pared.
Estábamos en 1988, y aquélla debía ser una de las primeras muestras que
anunciaban un cambio interior en el artista: las líneas habían cobrado
profundidad, las curvas se cerraban con mayor sentido hacia el resto de los
trazos, y un difuso sombreado bajo las letras daba nuevo cuerpo al conjunto. En
sí, la obra era de una sencillez insultante, sin mensajes ocultos, y quizá por
ello llamara tanto la atención. El caso es que yo tenía una cita a las once en
un local de Malasaña (ahora estoy retirado, pero por entonces solía dar unas
cuantas clases de billar americano en aquel barrio), y como aún disponía de 20
minutos antes de enfrentarme al tapete, decidí contemplar más a fondo el dibujo.
En principio me parecía bien, como siempre. Pero lo que más me interesaba del
asunto era el hecho de saber que había sido perpretado en la clandestinidad.
Por aquel tiempo, Muelle era un artista callejero que empezaba a ser
considerado en ciertos ambientes de Madrid. Todos los que utilizabámos con
regularidad el metro conocíamos aquella rúbrica, siempre inalterable, y algunos,
incluso, éramos capaces ya de distinguirla de las imitaciones que surgían de
cuando en cuando.Las autoridades competentes, no obstante, siempre le
consideraron una especie de ensuciador recalcitrante, un martillo de la estética
urbana al que convenía parar los pies sin contemplaciones. En consecuencia,
apenas quedan ya en la ciudad vestigios vivos de sus obras, borradas con celo
una y otra vez por los servicios de limpieza del Ayuntamiento.
Su carrera duró aproximadamente una década, hasta que en 1993, considerando
agotado su trabajo, se retiró de las calles. Nadie alentó nunca su labor.Nunca
ganó dinero con su actividad, nunca quiso salir al exterior, nunca se dejó
llevar por la corriente establecida; aunque cuentan por ahí que no renunciaba a
forjarse un puesto en otros campos, y también que soñaba con encontrar a alguien
que avalara oficialmente su labor. Alguien que le abriera, tal vez, la
posibilidad de exponer en una galería. Nada de esto ocurrió, sin embargo, y no
es difícil imaginarse el desaliento que debió acompañarle en sus últimos días.
En 1985 había registrado su marca, pero siempre se negó a que las casas
comerciales hicieran uso de ella en las vallas publicitarias. Todo parece
indicar que Muelle era un sujeto puro, inmune a los falsos reflejos del mundo
exterior. Y ha tenido que morir prematuramente para que su entorno haya empezado
a interesarse por él. Seguro que hoy, en agosto de 1995, y tras el fogonazo de
su muerte, muchos empresarios, siempre atentos al suave olor de las plusvalías
estarían dispuestos a ofrecerle su apoyo. Pero pasó el momento.No ha lugar. Que
nos zurzan a todos.
Mucha gente sostiene que su fama no obedecía a razones artísticas. Que lo
suyo era un simple logotipo, un rasgo de infantilismo repetido hasta la saciedad
en cientos de lugares diferentes. Pero lo dicen porque no entienden de mensajes
etéreos. Ahora, el actual concejal de Cultura, Juan Antonio Gómez Angulo, afirma
que estaría dispuesto a salvar alguna de sus obras, siempre, claro está, que
reciba solicitudes para ello. Pues bien: impugno la moción. Me niego a consentir
tal ardid. Sería un pago muy corto, una broma tonta, para una persona libre que
dedicó su vida al furtivo uso del aerosol.Borre usted todos los dibujos y déjese
de pamplinas para quedar bien. Porque ni siquiera en política, aunque cuele la
maniobra, la muerte resulta ser un soporte de confianza.Me parece a mí.
Aquella noche de otoño, sí, perdí al billar, lo reconozco; pero de vuelta
a casa, poco antes de que cerraran las taquillas del metro, vi que el dibujo
estaba terminado. Y me alegré mucho. Siga este chico firmando en paz.
texto:Alfonso Lafora EL PAÍS.
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